


Dos golpes sonaron en la puerta. Abriste sin esperar mi respuesta. Vi en tus ojos las ganas, mis ganas. No podía creer que estuvieras allí delante, mirándome fijamente. Te acercaste en silencio, sin apartar la mirada. Fue entonces cuando mi pulso se aceleró. Parecía que los segundos se ralentizaban con cada paso. Podía sentir mis latidos. Un sonido intenso y hueco se escuchaba desde mi pecho. Sólo quería que de alguna manera el tiempo volviera a su cauce y te pararas frente a mí.
Una sonrisa se dibujó en tu rostro. Me acariciaste la mejilla, y sentí un cosquilleo casi eléctrico por todo mi cuerpo.
Estaba paralizada. Seguía sin creer que estuvieras allí. Conmigo.
La habitación se desdibujada con nuestra presencia. No había nada más, sólo nosotros.
Yo no podía dejar de mirarte.
Entonces te acercaste más aún. Tus labios se posaron en los míos, suavemente. Mis rodillas comenzaron a temblar. Entonces te abracé, fuerte, muy fuerte. Nuestras lenguas se encontraron en un beso profundo, intenso. Notaba tus caricias, tu deseo. Tu dulce aroma.
Y fue la luna quien presenció el resto.
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El dolor, la tristeza, la impotencia... Una mezcla que, sin duda alguna, puede herir lo más profundo de nuestra alma.


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Psicóloga y opositora PIR. Amante de la lectura y de la locura. A veces escribo y otras no.