


Sobre las ansias de saber lo que los otros sienten.
Nos hallábamos el uno enfrente del otro, sentados en los avejentados y en su mayoría maltrechos asientos del metro de la línea uno. No nos conocíamos. La miré detenidamente, no era una mujer atractiva, tampoco fea, es cierto, pero sus facciones eran demasiado comunes como para captar mi atención más allá de mis lindes racionales, a saber, los que tan a menudo se ocupan de inhibir mi deseo cuando, como un torbellino, el impulso sexual alborota toda mi testosterona. Mi interés fue otro, como ya he dicho, muy distinto al que podría haberme suscitado una hembra para mí despampanante, sentí el extraño deseo de introducir mis dedos entre su alborotado pelo, unas ganas irrefrenables de tocar sus mejillas, de levantarla del asiento y de sacudirla, al fin, de manipularla cual objeto intrascendente... pero me contuve. Sin pensarlo, me hubiese levantado del asiento y como un animal hubiera empezado a olisquearla, a inhalar aquel perfume tan perfectamente adherido a su piel... Quizás, mi único anhelo era el de alejarme de mí mismo, no lo sé, tal vez únicamente pretendiese convencerme de la existencia de otros cuerpos, ya agotado del mío. Reconozco que empezaba a cuestionarme sobre la posibilidad de que los demás no sintieran lo mismo que yo al portar por el mundo, y hasta el último día, una cabeza, un tronco y extremidades... Seguramente solo fue eso, una necesidad gestada en y sobre el tedio causado por la monotonía de ser siempre el mismo. Ella percibió algo, no sé si supo darse cuenta del alcance de mis pretensiones, creo que no, pero pienso que de alguna forma intuyó que a mí no me gustaba y que mi necesidad de contemplarla y de analizarla provenía de un lugar extraño y endemoniadamente cerebral. Mi pose, casi inhumana, no decía otra cosa... Estoy seguro de que parecía un loco, un tarado acabado de salir del manicomio, sí, mi mirada no era la de un depravado sexual, la de alguien que desease consumir carne para aplacar su instinto, no, mi mirada era la de un maldito hombre que llega a dudar de los demás y por tanto también de sí mismo. El metro llegó a la última estación de su trayecto, ella se levantó, me miró un breve instante, se dio media vuelta y ya no la vi más. Me quedé ahí sentado, aturdido, tratando de darle algún sentido a cada uno de los abyectos pensamientos que habían acudido a mi mente durante aquel rato. Incliné la cabeza hacia arriba y cerré los ojos. De nuevo, el metro reanudó el traqueteo. Bajé al cabo de tres estaciones.
y comenta
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Tus textos nunca dejan indiferente al que los lee, este tiene tu acento, el de un cuchillo que saja para descubrir nuestros intestinos.
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Quiero que te conviertas en mí, que puedas deslizar tus manos sobre el vacío y que su tacto, parecido al de las alas de una colosal mariposa, te recuerde al sabor de mi aliento