Anoche soñé contigo, corazón. 

Tomábamos el sol en la piscina del hotel; desde ahí se ve toda la ciudad y la sensación es de estar tocando el cielo.

Todavía sentía tus caricias de esa mañana antes del desayuno y sólo pensar en ello aceleraba mi respiración.

Tumbada en la hamaca, con tu mano sobre mi estómago paseando lentamente te miré y estabas con los ojos cerrados, sonriendo levemente.

Yo también sonreí, contenta de verte satisfecho.

Extendí mi mano para acariciar tu pecho y al rato la cogiste y con pícara mirada me diste a entender...

Con el albornoz sobre nuestro cuerpo descendimos los tres pisos hasta la habitación con una urgencia contagiada, entre miradas y besos húmedos de deseo.

Fuimos directamente al baño, pusimos en marcha el jacuzzi y entre miradas lascivas nos fuimos desnudando uno frente al otro, provocándonos mútuamente.

Recogí mi cabello en una cola alta y me acerqué a ti como una pantera al acecho de una presa apetecible. Y eso es lo que eras, un bombón apetecible que iba a comerme ya mismo.

E iba a empezar por mi parte preferida, sin prisas, relamiéndome y disfrutando de mi premio. Podía haberme extendendido más en el tiempo, pero sólo con ver tu rostro concentrado comprendí y detuve mi placentero entretenimiento con un último beso. Tampoco quería agotar la fuente de mis deseos, por lo que, aunque gemiste y rogaste con ahínco, me levanté del suelo y me introduje en el agua burbujeante, con las manos extendidas invitándote a entrar junto a mi.

Con mi cara entre tus manos y mi boca aplastada por la tuya, mis manos no dejaban un centímetro de tu piel sin acariciar. Te sentaste en el banco apoyando la espalda en la fría porcelana y me senté sobre tus piernas con la intención de apoderarme de tu orgulloso objeto del deseo. 

Desperté. Agitada y húmeda. Terminé agradablemente lo que el sueño no me permitió terminar y quedé tendida lánguidamente en la cama, satisfecha, pensando en ti.