


¿Hacia dónde van los muertos?, ¿Por qué necesitamos tanto dolor?.
Te encuentras en el tren dirección Cartagena con la única mujer
en el mundo que jamás pensarías. Me saluda y sonríe, todo
a la vez y acompasado por un ritmo de elocuencia mágica. Le intento demostrar
lo difícil que me resulta dirigirme a ella con regocijo y placer.
Parece entenderlo y se sienta a unos doce centímetros de mi uniforme,
viejo y gris, que acabo de lavar; después de construir un par de trincheras
para el quinto pelotón y el segundo del capitán Manolo Reinaldo;
un tipo especial que vino después de adiestrar a escuadras enteras de
tribus centroamericanas. Me resulta divertida la sonrisa a medio gas de ese
doble de capitán; alguien que se encontró el rango a base de cadáveres.
El capitán me enseñó que no importa el rincón jerárquico
que ocupas, sólo interesa tu escala de valores sentimentales; quizá
debería decir sólo querer o no querer.
Cuando acabamos la misión de El Cairo, me convocó para realizar
un rescate en Uganda; y no me negué por conocer el idioma y dominar el
territorio. Más de quince veces he cartografiado esa zona, la conozco
como la palma de mi mano. Analicé el riesgo para salir beneficiado e
ileso de todo aquello que me pudiera alcanzar. Pude descubrir que todavía
no había abandonado ese talento encubierto que guardaba para la última
batalla. El talento necesario para morir.
La mujer se sienta a mi lado, yo disimulo mi perfecto y logrado cansancio,
mientras sus miradas alcanzan todas mis esquinas. . Me acuerdo cuando la conocí
en ese sucio bar de Guinea Ecuatorial, ella había sido enviada por una
organización sin ánimo de lucro y patrocinada por potentes empresas
armamentísticas disfrazadas en un próspero holding de la alimentación.
Me puso una vacuna contra la fiebre amarilla que casi no noté; presagiando
ya su cariño y entregado amor hacia mí. Tengo la imagen de sus
enormes ojos azules penetrando mi alma para descubrir mi tremendo enamoramiento
repentino. Después de una serie de estudiados ademanes, pude disimular,
a perfección, esa idiota preocupación que podía embargarme
y alertarla de mi vulnerabilidad.
Al abrir los ojos, después de la larga siesta provocada por la inyección,
retuve su rostro varios minutos evocando mi primitivo deseo. No obstante, no
estaba allí.
Le echo una mano con su equipaje, excesivo para un trayecto corto de una enfermera;
la cual vestiría un par de mudas de su uniforme, sin más.
Me pongo a imaginar que, quizá, es una espía del bando enemigo.
También la disfrazo de Emperatriz en peligro de muerte y de Diosa romana
devorada por caimanes.
La acerco a mi mundo aprobando su estancia para acompañar mi viaje. Me
tapo la boca ante la tos que me provoca el sentimiento de ir a dormir. Noto
su presencia, la cual cosa invade un sueño erótico de una hora
y cuarenta y cinco minutos; lo sé al escuchar nuestra llegada a la estación
de Valencia, donde me bajo para comprar unos cigarrillos de conocida marca americana.
Me fumo un pitillo en el andén mientras escucho llover por encima de
mí. Pienso en Costa Rica y aquel amigo que perdí en un día
semejante; después de largas semanas hastiados por la i
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