Las falsas imágenes

El debut de Josep González Ribera constituye la manifestación de un dasein peculiar, más aún habida cuenta de los días que nos ha tocado vivir, para los que empieza a quedarse corta la etiqueta de líquidos acuñada por Zygmunt Bauman. Su poesía puede asimismo interpretarse en clave de objeción de conciencia ante la deprimente deriva actual del género, en manos de una cáfila de parásitos surgidos al calor de las redes sociales; la mayoría, millennials con más tatuajes que lecturas y los gruesos calambures de un Fito Cabrales por referente lírico definitivo. Muy ilustrativa a ese respecto es la primera estrofa de El discreto encanto de la burguesía: Yo, que vivo apartado en este oscuro rincón, / olvidado, solo, lejano de premios y prebendas, / os compadezco a vosotros, pobres infelices, / que recogéis, con la gorra de vuestra alma / enferma, / un corto premio, una breve recompensa.
En efecto, no se me ocurre nada más alejado de la indigencia sintáctica de un tuit que el fraseo glotón de González Ribera, pródigo en subordinadas y encabalgamientos. Ello insufla a sus poemas un aire narrativo que, en cierto modo —y muy a su manera—, hace de él una especie de epígono tardío de la Generación del 50, como lo fuera, por ejemplo, Luis García Montero. Igualmente, se atisban jirones de un espiritualismo doliente cuyas resonancias bíblicas a su vez nos retrotraen al Dámaso Alonso de Hijos de la ira. El poema Las vacas del matadero, o los dos últimos versos de La espada —¿Qué se hizo de los profetas, / dónde encontrar hoy un profeta?— lo ejemplifican a la perfección.
Las falsas imágenes es una obra antimoderna y romántica —esto en el sentido original del término; no cabe, de hecho, un romanticismo genuino sin su punto reaccionario—, nostálgica de un pasado todo lo estilizado que se quiera, pero delineado con incuestionable finura. Recorren sus páginas reyes y piratas, caballeros y princesas, cortesanos y trovadores... Y la parca, negra y paciente, esperándolos —esperándonos— a todos a la vuelta de la esquina del tiempo. Tal galería de arquetipos conlleva un riesgo de naïveté que, sin embargo, González Ribera elude con oficio inopinado en un autor novel.
En la línea de la elegancia antedicha se encuentran las ilustraciones a cargo de Catalina Benavides Jiménez-Landi. El trazo conciso de lo que me atrevo a aventurar sus acuarelas, en la órbita de un expresionismo figurativo no por respetuoso con la tradición menos dinámico, supone un inmejorable contrapunto a los versos de González Ribera.
Publica Ediciones Libertarias, casa que seguramente ha vivido épocas mejores. Ahora bien, no cabe el menor reproche al trabajo, sobrio pero muy cuidado, que han hecho con este primer poemario.
Casi al final del libro González Ribera se hace varias preguntas, entre otras la que sigue:¿Diré / que he malgastado / el uso de la palabra / que me he regodeado / he hocicado en el mero uso de la palabra? Posiblemente la respuesta sea sí, que se haya recreado en el uso de la palabra —no creo, por contra, que la haya malgastado en absoluto—, en cuyo caso no queda sino rogarle que siga haciéndolo, pues leer ese regodeo suyo es todo un placer.