


Iba cogida de su mano mientras caminaban calle abajo. Como casi todos los domingos, se dirigían al río. Le encantaba ir con él. Cada poco se paraba a saludar e intercambiar unas palabras con algún conocido y cuando esto pasaba, ella no se libraba del suave pellizco en la mejilla mientras le preguntaban: —¿qué, al pueblo a ver a los abuelos, no? Sin soltarse de la mano miraba hacia arriba y con una tímida sonrisa, asentía con la cabeza. Le gustaba ir al pueblo los fines de semana. La casa de sus abuelos era grande, se dividía en dos plantas con muchos rincones para perderse. Tenía habitaciones que se comunicaban entre sí, e incluso zonas que a sus hermanos y a ella les daba miedo ir si no era acompañados por un adulto. Quería a sus abuelos, les tenía un cariño muy especial, diferente del que sentía por sus padres. En ellos siempre había guardada una sonrisa y un mimo.
Una vez en el río, el abuelo sacaba del bolsillo un cuaderno pequeño con muchísimas hojas, arrancaba algunas y le enseñaba a hacer barquitos de papel. Después los dejaban en el río y contemplaban como desaparecían aguas abajo. Así transcurría parte de la mañana hasta volver a casa para comer.
No hace mucho que ella volvió al pueblo, sus abuelos hacía algún tiempo que murieron y la casa se vendió. De todas formas, por curiosidad, quiso llegar hasta allí. La casa que escondía tantos misterios encerrados en baúles y en la que había jugado tanto en la niñez había desaparecido y en su lugar, habían construido un bloque de pisos no muy alto. También quiso ir al río, donde su abuelo y ella se despedían en silencio de los barcos de papel. En realidad nunca fue un río, sino una rambla por la que pasaba un caudal constante. Ahora estaba seco. Preguntó a un lugareño, y éste le dijo que desde hace años el arroyo no traía agua porque en otros pueblos, cauce arriba, se hacían demasiadas tomas para riego.
Se dirigió al coche, entró y arrancó. Mientras conducía con cierta nostalgia rumbo a la ciudad, pensaba en todas las preguntas que se quedaron en el tintero —el paso de los años nos enseña que todo cambia, evoluciona o desaparece, pero los recuerdos, distorsionados en su mayoría, permanecen, porque sin ellos no seriamos nada, solo barcos de papel a la deriva—.
y comenta
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Relato costumbrista lleno de nostalgia,he de reconocer que tengo especial predilección por los recuerdos de esos pequeños paraísos perdidos, y tu los describes muy bien. El juego de los barcos de papel al final del relato enlazando con la imagen del abuelo y la nieta en el río me ha parecido muy bello. Un saludo.Es precioso, que verdad más grandePrecioso relato Lola...y que vivan los recuerdos distorsionados. Saludos