


EL HERMANO DE SANTI
Reales |
07.02.08
Sinopsis
El hermano de Santi
Lo conocí cuando mi vida vagaba sin rumbo o quizás hacia un rumbo mejor. Tras un desengaño amoroso, en el que fui único culpable, pasaba las tardes noches de los fines de semana alternando alcohol con sustancias prohibidas en un local del paseo de Santa María de la Cabeza, de Madrid, llamado Obenque. Los propietarios eran los hermanos Pino y Lino, italo argentinos, y mi amigo Héctor, argentino criado en Buenos Aires y nacido en la ciudad colonial de Salta. Un marinero escritor metido a hostelero que echó el ancla en Madrid.
Yo rondaba los veinticuatro años y él - no recuerdo su nombre - los diecinueve. Mi memoria ha sido siempre muy caprichosa y solo se acuerda de lo que quiere. Una noche tuve una discusión acalorada con dos tipos y salí a la calle a darme de puñetazos con ambos. Me asombró ver que, tras de mí, el hermano de Santi, a quien conocía solo de vista y con quien no había cruzado ni una palabra en mi vida, estaba a mi lado para echarme una mano. Si ya de por si los dos desconocidos no tenían muy claro pegarse conmigo, al ver que éramos dos, terminaron de convencerse y con buenas palabras dieron por zanjada la discusión pidiéndome disculpas. La verdad es que no recuerdo el motivo del enfrentamiento, pero estoy seguro que la culpa debió de ser mía. En aquel tiempo nada me importaba y deseaba soltar mi rabia incontrolada contra cualquiera que de alguna forma pudiera faltarme el respeto.
No estaba para quedar con nadie, deseaba estar solo, pero a partir de ese día siempre que me cruzaba con el hermano de Santi tomábamos algo. Cuando cerraban el Obenque, a altas horas de la madrugada, varios coches subíamos a la zona de Lavapies o a cualquier otro local abierto para seguir de marcha hasta casi el mediodía. Yo siempre tenía una plaza reservada en mi coche para él. Era un chico callado e introvertido. Nunca le pregunté nada, pero se veía que la vida no le había tratado bien. Sin decirme nada, y sin pretenderlo, me hizo ver que yo era afortunado en mi vida cuando pensaba lo contrario. Tenía una familia que me quería, amigos, un buen trabajo, un coche nuevo, dinero para mis gastos y, como decíamos entonces “amigas con derecho a roce”. Económicamente no podía llevar nuestro ritmo, pero yo se lo costeaba. Las pocas veces que llevaba dinero se lo gastaba no solo conmigo si no con el resto de los que íbamos sin el menor problema. Nunca tenía prisa para irse a casa. Siempre quería una última copa. Creo que lo que no quería era sentirse solo. Recuerdo perfectamente su media sonrisa y sus lánguidos ojos.
Un fin de semana que acudí, con mi nueva compañera, cuando mi vida volvía a ser de nuevo más normal, cuando dejé las sustancias prohibidas, de morderme las uñas y de beber en exceso, me contaron que se había ido.
Parece ser que a él, las cosas no le dejaron de ir mal y optó por quitarse de en medio lanzándose al vacío por la ventana de su casa.
Pensé que tal vez podía haber hecho más por él. Luego me di cuenta de que, aunque hubiera sido así, el final habría sido el mismo. Recordé los versos de José Agustín Goytisolo dedicados a su hija Julia:
Nunca te entregues ni te apartes
junto al camino, nunca digas
no puedo más y aquí me quedo.
La vida es bella, tú verás
como a pesar de los pesares
tendrás amor, tendrás amigos.
Por lo demás no hay elección
Lo conocí cuando mi vida vagaba sin rumbo o quizás hacia un rumbo mejor. Tras un desengaño amoroso, en el que fui único culpable, pasaba las tardes noches de los fines de semana alternando alcohol con sustancias prohibidas en un local del paseo de Santa María de la Cabeza, de Madrid, llamado Obenque. Los propietarios eran los hermanos Pino y Lino, italo argentinos, y mi amigo Héctor, argentino criado en Buenos Aires y nacido en la ciudad colonial de Salta. Un marinero escritor metido a hostelero que echó el ancla en Madrid.
Yo rondaba los veinticuatro años y él - no recuerdo su nombre - los diecinueve. Mi memoria ha sido siempre muy caprichosa y solo se acuerda de lo que quiere. Una noche tuve una discusión acalorada con dos tipos y salí a la calle a darme de puñetazos con ambos. Me asombró ver que, tras de mí, el hermano de Santi, a quien conocía solo de vista y con quien no había cruzado ni una palabra en mi vida, estaba a mi lado para echarme una mano. Si ya de por si los dos desconocidos no tenían muy claro pegarse conmigo, al ver que éramos dos, terminaron de convencerse y con buenas palabras dieron por zanjada la discusión pidiéndome disculpas. La verdad es que no recuerdo el motivo del enfrentamiento, pero estoy seguro que la culpa debió de ser mía. En aquel tiempo nada me importaba y deseaba soltar mi rabia incontrolada contra cualquiera que de alguna forma pudiera faltarme el respeto.
No estaba para quedar con nadie, deseaba estar solo, pero a partir de ese día siempre que me cruzaba con el hermano de Santi tomábamos algo. Cuando cerraban el Obenque, a altas horas de la madrugada, varios coches subíamos a la zona de Lavapies o a cualquier otro local abierto para seguir de marcha hasta casi el mediodía. Yo siempre tenía una plaza reservada en mi coche para él. Era un chico callado e introvertido. Nunca le pregunté nada, pero se veía que la vida no le había tratado bien. Sin decirme nada, y sin pretenderlo, me hizo ver que yo era afortunado en mi vida cuando pensaba lo contrario. Tenía una familia que me quería, amigos, un buen trabajo, un coche nuevo, dinero para mis gastos y, como decíamos entonces “amigas con derecho a roce”. Económicamente no podía llevar nuestro ritmo, pero yo se lo costeaba. Las pocas veces que llevaba dinero se lo gastaba no solo conmigo si no con el resto de los que íbamos sin el menor problema. Nunca tenía prisa para irse a casa. Siempre quería una última copa. Creo que lo que no quería era sentirse solo. Recuerdo perfectamente su media sonrisa y sus lánguidos ojos.
Un fin de semana que acudí, con mi nueva compañera, cuando mi vida volvía a ser de nuevo más normal, cuando dejé las sustancias prohibidas, de morderme las uñas y de beber en exceso, me contaron que se había ido.
Parece ser que a él, las cosas no le dejaron de ir mal y optó por quitarse de en medio lanzándose al vacío por la ventana de su casa.
Pensé que tal vez podía haber hecho más por él. Luego me di cuenta de que, aunque hubiera sido así, el final habría sido el mismo. Recordé los versos de José Agustín Goytisolo dedicados a su hija Julia:
Nunca te entregues ni te apartes
junto al camino, nunca digas
no puedo más y aquí me quedo.
La vida es bella, tú verás
como a pesar de los pesares
tendrás amor, tendrás amigos.
Por lo demás no hay elección
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Me uno al comentario de augurEl calor de un hermano es para toda la vida, un sentimiento que nos acompaña. Saludos
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