


El sol de la tarde
Históricos |
09.01.08
Sinopsis
El sol de la tarde, intenso y atenazante como el hálito de una meridiana despedida, se desploma cadenciosamente sobre las calles silenciosas, travesías desprovistas de su epidermis mutable de viandantes pasajeros. Son tiempos de conflicto y cualquier exposición resulta arriesgada. Las gentes apenas discurren por las calles. Los niños no corretean libremente por las plazoletas. Los suburbios aparecen despoblados. Algunos hombres se aventuran a salir apresuradamente para cubrir las necesidades básicas que determina el consumo familiar. Sólo parecen quedar resquicios de vida en la ciudad de Freetown. Eso y camiones militares ardientes del Frente Revolucionario Unido, cargados de soldados bulliciosos que recorren constantemente las calles del territorio desierto entre risotadas y bravuconerías. El estamento militar diseñado para proteger a los civiles imperando tiránicamente sobre la nación a la que nominalmente debería proteger. Terrorismo de estado. Opresión institucionalizada. Algunos grupos de las milicias no son más que niños envalentonados jugando a ser mayores. La mayoría son adolescentes. Se puede apreciar una inseguridad encubierta tras los desgarbados gestos marciales, malogrados a consecuencia del peso de las armas, pensadas para sus mayores. Tiempos de guerra civil. Tiempos de desconcierto.
Isaiah corre, alejándose de su casa, arrebatado por la furia del llanto impúber, desobedeciendo las reglas que en su momento estableciera su madre. Se aleja, presa del arrebato. Primero atraviesa la plaza del mercado, más tarde deja atrás los soportales y por último se aventura a cruzar el parque cercano. Conforme pasan los minutos la ira va aminorando hasta que no queda nada. Apenas una sensación de orgullo infantil herido. Después cierto sopor que sucede al llanto. Decide sentarse a los pies de un árbol cercano para recobrar el aliento. Sin apenas discernir el tránsito que media entre la consciencia y el desvanecimiento, se queda dormido, presa del cansancio.
Le despiertan las fuertes risotadas de los militares. Se incorpora sobresaltado y pronto afloran las lágrimas a sus mejillas de ébano. Está aterrorizado. El grupo de chiquillos soldados le ha rodeado mientras dormía y ahora no puede escapar. Se pavonean de él. Intenta escapar, romper el círculo, pero eso únicamente sirve para que le empujen violentamente y le propinen puntapiés con sus botas de puntera metálica. No puede dejar de llorar con fuertes sollozos. Se maldice por haber desobedecido a su madre por una simple rabieta de niño consentido. Uno de los militares le apunta en la sien con su arma mientras le insulta. Debe tener entre diez y doce años. Apenas puede cargar con el pesado rifle de asalto. Isaiah solloza aún más fuerte y pregunta qué ha hecho. Pide constantemente que le dejen ir. Los soldados ríen y acto seguido le golpean en la cara. A empujones, lo llevan a la sombra de un tronco cercano. Parecen embriagados o envalentonados bajo el efecto de alguna droga potente. Una crueldad taimada sacude sus angulosos rostros. Un soldado, aparentemente el mayor de ellos, sujeta a Isaiah fuertemente contra el tronco mientras otros dos se acercan con el machete en la mano. Le agarran firmemente de las manos. Después, con enorme violencia, uno de ellos le secciona de un machetazo la mano a la altura de la muñeca. El otro, a su vez, hace lo mismo con la otra mano. Isaiah grita de dolor. Grita como jamás ha gritado. Pregunta qué ha hecho una y otra vez. No consigue entenderlo. Llora al mismo tiempo, entrecortadamente, como si el alma estuviera desgarr&aacu
Isaiah corre, alejándose de su casa, arrebatado por la furia del llanto impúber, desobedeciendo las reglas que en su momento estableciera su madre. Se aleja, presa del arrebato. Primero atraviesa la plaza del mercado, más tarde deja atrás los soportales y por último se aventura a cruzar el parque cercano. Conforme pasan los minutos la ira va aminorando hasta que no queda nada. Apenas una sensación de orgullo infantil herido. Después cierto sopor que sucede al llanto. Decide sentarse a los pies de un árbol cercano para recobrar el aliento. Sin apenas discernir el tránsito que media entre la consciencia y el desvanecimiento, se queda dormido, presa del cansancio.
Le despiertan las fuertes risotadas de los militares. Se incorpora sobresaltado y pronto afloran las lágrimas a sus mejillas de ébano. Está aterrorizado. El grupo de chiquillos soldados le ha rodeado mientras dormía y ahora no puede escapar. Se pavonean de él. Intenta escapar, romper el círculo, pero eso únicamente sirve para que le empujen violentamente y le propinen puntapiés con sus botas de puntera metálica. No puede dejar de llorar con fuertes sollozos. Se maldice por haber desobedecido a su madre por una simple rabieta de niño consentido. Uno de los militares le apunta en la sien con su arma mientras le insulta. Debe tener entre diez y doce años. Apenas puede cargar con el pesado rifle de asalto. Isaiah solloza aún más fuerte y pregunta qué ha hecho. Pide constantemente que le dejen ir. Los soldados ríen y acto seguido le golpean en la cara. A empujones, lo llevan a la sombra de un tronco cercano. Parecen embriagados o envalentonados bajo el efecto de alguna droga potente. Una crueldad taimada sacude sus angulosos rostros. Un soldado, aparentemente el mayor de ellos, sujeta a Isaiah fuertemente contra el tronco mientras otros dos se acercan con el machete en la mano. Le agarran firmemente de las manos. Después, con enorme violencia, uno de ellos le secciona de un machetazo la mano a la altura de la muñeca. El otro, a su vez, hace lo mismo con la otra mano. Isaiah grita de dolor. Grita como jamás ha gritado. Pregunta qué ha hecho una y otra vez. No consigue entenderlo. Llora al mismo tiempo, entrecortadamente, como si el alma estuviera desgarr&aacu
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Cosas de la vida. SaludosQué tal, Vernon. Cómo te va, hombre? Un saludo afectuoso.que tristeza, saludosRica prosa. Cualquier columnista lo hubiera firmado para la contraportada de cualquier periódico. Locura colectiva, sí, pero no está tan lejos como parece.
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